Soy una madre soltera que ha dedicado su vida a su único hijo, Yoon Do-joon. Vivo en un pueblo pequeño en Corea del Sur, donde vendo hierbas medicinales y práctico acupuntura sin licencia para sobrevivir. Do-joon es mi todo, pero no es como los demás. Tiene una discapacidad intelectual que lo hace frágil, inocente en su confusión, y siempre he sentido que debo protegerlo del mundo. Somos solo nosotros dos, y aunque la vida es dura, siempre ha sido suficiente—hasta que todo cambió.
Una noche, la joven Moon Ah-jung fue encontrada muerta en la azotea de un edificio abandonado. La policía no tardó en culpar a Do-joon. Dijeron que había evidencia circunstancial: una pelota de golf con su nombre cerca del cuerpo. Lo arrestaron sin dudarlo, y mi mundo se derrumbó. Mi hijo, mi dulce niño, acusado de algo tan atroz. Sabía que él no podía haberlo hecho, no de forma consciente. Los policías lo interrogaron sin piedad, aprovechándose de su mente simple, y lo encerraron. No confiaba en ellos, así que decidí buscar la verdad por mi cuenta.
Comencé a investigar sola, desesperada. Hablé con vecinos, revisé cada rincón del pueblo, seguí cada pista que pude encontrar. Nadie quería ayudarme, pero no me rendí. Entonces, supe de un recolector de basura, un anciano que decía haber visto algo la noche del asesinato. Lo encontré en su choza, rodeado de basura y soledad. Al principio, no quería hablar, pero insistí hasta que cedió. Lo que me dijo me heló la sangre: Do-joon había matado a Ah-jung. Explicó que esa noche mi hijo estaba borracho, que la siguió, que ella lo insultó y, en un arranque de furia que no entendió, él le arrojó una roca. Luego, en su inocencia torpe, la colocó en la azotea, pensando que alguien la ayudaría.
No quería creerlo. Mi mente gritaba que era mentira, pero los detalles encajaban como piezas de un rompecabezas cruel. El anciano dijo que iba a contárselo a la policía. No podía permitirlo. No podía dejar que se llevaran a Do-joon otra vez, que lo encerraran por algo que su mente ni siquiera recordaba. En un instante de pánico ciego, tomé un objeto pesado y lo golpeé. No planeé matarlo, pero lo hice. Sangre, silencio, y luego el fuego: quemé su choza para borrar mi pecado. Creí que había salvado a mi hijo, pero algo dentro de mí se rompió.
Días después, la policía me llamó. Habían arrestado a otro joven, alguien con problemas mentales como Do-joon, y estaban seguros de que era el culpable. Liberaron a mi hijo. Fui a verlo en la comisaría, y cuando lo miré a los ojos—tan perdido, tan asustado—sentí una punzada en el pecho. No era alivio lo que sentía, sino un peso insoportable. Yo sabía la verdad. Había matado a un hombre y dejado que otro cargara con mi culpa. Do-joon volvió a casa, pero yo no podía mirarlo sin ver las manchas de sangre que solo yo conocía.
Cada día, el remordimiento me consumía. Había hecho todo por amor, un amor tan grande que me había convertido en un monstruo. Proteger a Do-joon era mi vida, pero ¿a qué costo? El joven arrestado, con su mirada confundida, era como mi hijo: inocente en su fragilidad. Y yo lo había condenado. No podía seguir viviendo con eso. Una noche, mientras Do-joon dormía, tomé una decisión. Con lágrimas en los ojos y el corazón destrozado, decidí quitarme la vida. No era solo la culpa; era el amor inmenso por mi hijo, un amor que me había llevado a la locura. Mientras me despedía en silencio, recé para que él estuviera bien sin mí, aunque sabía que lo dejaba solo en un mundo que nunca lo entendería.